Guión: Santiago García.
Dibujo: David Rubín.
Páginas: 200.
Precio: 25 euros.
Presentación: Cartoné.
Publicación: Noviembre 2013.
Con Beowulf se corre el riego de ser injusto en todas las valoraciones que se hagan, porque pocos tebeos españoles, si acaso los que va firmando Paco Roca desde que alcanzó el estrellato con Arrugas, han sido tan anticipados y alabados incluso antes de haber visto más que unos pocos dibujos. Se puede decir, sin tapujos, que Beowulf es una maravilla. Que se trata de la encarnación definitiva de la épica en estos tiempos descreídos en los que el cómic, todavía, sigue teniendo una vitola infantil que no le corresponde. Se puede decir, y quizá sea cierto, que prácticamente todo el mundo estaba ya predispuesto a disfrutar de Beowulf como si fuera la última novela gráfica en cobrar vida, la última en llegar al mercado y la última en acaparar todos los elogios, y eso hace que sus pequeños defectos se escapen entre las líneas de cada reseña que se haga del trabajo de Santiago García y David Rubín. Y hay una línea peligrosa según la cual da la impresión, a tenor de los muchos silencios que hay en la historia, que el trabajo del guionista es menor que el del dibujante. En todo esto hay algo de verdad, algo de exageración y, por qué no reconocerlo, algo de falacia crítica. Pero que Beowulf es una experiencia por la que merece la pena pasar es algo que sí debe decirse con rotundidad.
Con todo, es verdad que esta adaptación del cantar épico escandinavo se apoya con firmeza en su apartado visual. Y es innegable que David Rubín está en un estado de gracia descomunal, que le permite abrazar docenas de páginas sin diálogo, con una espléndida distribución de las viñetas y mucha imaginación a la hora de emplear incontables herramientas del dibujante. ¿Pero no es lo que dibuja indicación del guionista? ¿No es de su mente de donde surge en primer lugar lo que ha de plasmarse en la página? Es obvio que el lápiz da vida a Beowulf y su mundo, a las amenazas infernales de Grendel y el dragón. Es el trazo de Rubín lo que hace que el lector se zambulla de lleno en las imposibles hazañas heroicas del protagonista, y el portentoso uso del color lo que eleva la inmersión en la obra hasta un grado superlativo. Eso sí, sería injusto infravalorar el trabajo de García sólo por el hecho de que no haya cartuchos de texto y los diálogos estén muy medidos. La épica es el motor de Beowulf y eso, de alguna manera, obliga a limitar la palabra, pero no por ello hay que asumir que el grueso de esta novela gráfica descansa sobre los hombros del ilustrador. Sería negar el papel de García en el brillante uso de las elipsis, en el desarrollo de la historia o en su espléndido final.
Decir esto casi parece una caída en el lado opuesto, en la infravaloración de Rubín. Y eso sería del todo inapropiado. La épica está garantizada en las ilustraciones de gran tamaño, esas que se ven enriquecidas por el adecuado gran tamaño de la edición de Astiberri, perfecta para que cada ilustración llene e incluso desborde la página. Pero el trabajo de Rubín es igualmente destacable en lo aparentemente más nimio, en los pequeños recuadros que llevan al detalle y que, en realidad, dan el tono emocional a la historia y preparan para las grandes batallas. Y también, como se ha dicho, en el coloreado, que cumple más funciones narrativas de lo que suele ser habitual en el mundo del cómic. Beofwulf es, en el fondo, una historia sencilla de un héroe mítico. García y Rubín, desafiando además el influjo que pueda tener en la mente del lector la más o menos reciente (y mucho mejor de lo que se ha dado en reconocer) versión hollywoodiense de Robert Zemeckis, rellenan los huecos que hay en el cantar, aportan humanidad a la épica y cierran un conjunto sobresaliente en casi todos los aspectos. Quizá haya quien crea que esa sencillez rebaja la valoración final del tebeo. Pero lo que probablemente muy pocos podrán decir es que no han disfrutado del viaje de una u otra forma.
El libro sólo ofrece como contenido extra un epílogo escrito por Javier Olivares.